viernes, 19 de junio de 2015

LA CULPA

 

El coche estaba abierto y con una ventanilla medio bajada. Nos asomamos. Olía a tabaco y a rancio. El cenicero se encontraba repleto de colillas. En un polvoriento compartimento cercano se podían ver algunas monedas. Una de veinticinco pesetas, seis o siete duros y pocas pesetas. El dueño debía ser uno de los borrachos del bar de enfrente. Aprovechamos y entramos en el coche. Nos reíamos. Hicimos el amago de llevarnos el dinero, aunque no nos atrevimos. Teníamos muy pocos años.

 

En un descuido del resto no me lo pensé. Me senté en el asiento del copiloto y las robé. Me las metí en el bolsillo. Nadie me vio. Estaba nervioso y decidí largarme. Algunos también se marcharon. Los que se quedaron avisaron de que habían desparecido casi todas las monedas. Y de pronto todo se volvió contra mí. Me acorralaron y empezaron a acusarme de habérmelas llevado:

 

-No, yo no me he llevado nada.

-¡Mentira! Te las has llevado tú- me inquirían.

-Que no, que yo no me he llevado nada –les respondía mientras aligeraba el paso camino a casa.

-¿Y por qué te vas ahora? –continuaban acosándome entre empujones.

-Pues porque quiero irme a mi casa. ¿Es que no puedo?

 

Me siguieron hasta el portal y los más exaltados subieron conmigo a la puerta del piso donde vivía. Cuando me abrieron entramos todos en tropel. Nos paramos en el pasillo de entrada. Presentía que aquello no iba a terminar bien. Justo en ese instante llegaba mi padre del trabajo:

 

-¿Qué pasa con esta algarabía? –se hizo el silencio.

-Señor – aún recuerdo que se llamaba David el primero que se atrevió a hablar-, que su hijo ha robado dinero de un coche abierto.

-Había unas monedas en un coche y ahora no están –explicó otro.

-Y mira ¡mira! –gritaba David victorioso al descubrir y señalar en el bolsillo de mi pantalón el relieve de las monedas que se marcaban bajo la tela- ¡Ahí están!

-¿Tú has hecho eso, Paco? –preguntó mi padre.

-No, yo ya he dicho que no he sido –estaba a punto de llorar.

 

Y entonces mi padre, que sabía que no me daba ningún dinero y que las monedas no podían aparecer de la nada les dijo:

-Si mi hijo dice que no las ha cogido, es que no las ha cogido. Yo confío en él. Habrá sido otro.

 

Las monedas de mi pantalón empezaron a quemarme como si estuviesen al rojo vivo. Todos parecieron apaciguarse. Desistieron. Regresaron a sus casas. No recuerdo que hice después. Pero al rato volví a la calle y amargamente tiré las monedas por una alcantarilla. Mis treinta monedas de plata.

 

Juro que desde entonces no he vuelto a quedarme con dinero que no me corresponde. No puedo fallarle otra vez a mi padre como aquel día.

 

Cuando veo a tantos personajes que arrasan con todo: corruptos, cobradores de comisiones ocultas, tarjetas opacas, malversadores, amasadores de fortunas ilícitas, estafadores… me dan lástima. Pienso que no tuvieron la suerte de tener un padre como el mío.