lunes, 17 de diciembre de 2012

EL TEMPLO MALDITO



 
Hace sobre un año y medio uno de mis hermanos pequeños me llamó a mediodía. Noté su voz algo alterada:

-¡Paco! ¡Paco!

-¡Qué! ¿Qué pasa? –le dije intrigado.

-Que hemos encontrado un muerto.

-¿Cómo? ¿Qué dices?

-Bueno, son unos restos. Pero están bien conservados. Está bastante completo y seguro que aparecen más.

-¿Pero qué me estás contando? ¿Un muerto dónde? ¿Y cómo que van a aparecer más?

-Aquí, en la excavación.

-¿Pero de qué me hablas, tío?- le dije ya sin saber por dónde iba a terminar esta conversación.

-Joder, Paco, espabila. Donde trabajo. Que al haber encontrado un cuerpo, seguro que nos siguen dando subvención para seguir el proyecto.

-Ah, sí. Claro. Es verdad – suspiré más calmado mientras se aminoraban los latidos de mi corazón, pues casi se encuentra con otro muerto más al otro lado del teléfono.

 

Luego aparecieron varios cadáveres más y el trabajo se alargó un poco. Estaban buscando una necrópolis que finalmente descubrieron. Pero no duró demasiado. La crisis dejó a los muertos en paz. Más vale ocuparse de los vivos. Aunque no sepamos ahora qué hacer con los vivos que se ocupaban de estos muertos.

 

Mi hermano hizo Geografía e Historia, y ha estado de arqueólogo en varios sitios. Pero son malos tiempos para hacer de Indiana Jones. Ahora se busca la vida como puede. Tiene un sentido del humor muy particular (un poco negro, solo hay que ver con que naturalidad se acuesta al lado del tipo de los huesos). Me hace feliz que esté esperando su tercer hijo. Cuando me enseñó esta foto, a pesar de todo, me encantó. Se la pedí hará algo más de un año y hasta hace un mes no me la mandó. Le agradezco la celeridad. Un arqueólogo no es alguien que debe tomarse las cosas a la ligera, salvo que le persiga una bola gigante en un túnel sin salida.
 
 

 
 
Y por llevarte la contraria, algo adelantado, te deseo Feliz Cumpleaños.

lunes, 12 de noviembre de 2012

JUEGO DE NIÑOS


A veces me llegan como víctimas de guerra: destrozados, arañados, doblados, o sencillamente decapitados. Me suplicáis con la mirada una solución, un milagro que los recupere.

 

Entonces yo los cojo y caso a caso los examino. Los analizo. Y empiezo a maniobrar. A veces me ayudo de algún utensilio de cocina. Otras tengo que utilizar una herramienta. Y otras simplemente con los dedos. La mayoría de las veces tengo éxito.

 

Como en una liturgia pagana, el juguete regresa a la vida. Lo recogéis satisfechos. Me miráis agradecidos y orgullosos. “No esperaba menos de ti”, parece decir vuestro gesto.

 

Me imagino que para vosotros mis manos son mágicas.

 

Otras veces acudís sollozando. Un golpe fortuito, una pequeña contrariedad o un capricho negado provocan un desconsolado llanto. Os abrazo. Os beso. Y las lágrimas empiezan a remitir. Un par de caricias más y dejan de brotar.

 

Papá lo arregla y lo cura todo, debéis pensar. Papá es Dios.

 

Para mí, mi padre también fue Dios. Pero un día me di cuenta de que no era infalible. De que era mortal y humano. Y que se equivocaba, como me equivoco yo con vosotros. Y le quise más.

 

Espero que algún día, cuando me descubráis en la impostura, os ocurra lo mismo conmigo. Jugar a ser Dios, siendo imperfecto, no es banal. No es un juego de niños.
 
 
 
 
 

lunes, 22 de octubre de 2012

MI GUITARRA Y VOS

 
 
 
 

Me gusta la música. Casi desde todos sus puntos de vista y vertientes. Desde pequeño me causa igual encantamiento un músico con su instrumento que un mago con sus trucos. Así que cuando en mi casa apareció una guitarra, empecé a probar a hacer de mago con sus cuerdas.


Tenía 13 años y mi padre se la regaló al hermano que me sigue, pero el pobre siempre ha tenido un oído en frente del otro. Entonces el que acabó usándola fui yo. Al principio practicaba solo, pero luego comprobé que con más gente se aprendía más y era hasta más divertido. He tenido un grupo de Pop, soy de la Tuna de Ingenieros Técnicos de Cádiz e intento, en la medida de lo posible, quedar con amigos para tocar algo juntos. Es otra forma de relacionarse.

 
Nunca he ido al conservatorio ni he recibido clases de música, y aunque sé leer un pentagrama, no sé solfear. Creo que, para los que aprendemos solos, hay un punto crucial en la guitarra: El acorde “Fa”. Hay muchos que tropiezan en esta nota, no avanzan, se aburren y lo dejan. Cuando lo superas, y el acorde suena sin demasiada estridencia, se puede decir que entras en el club de los guitarreros solitarios. Que ya te dediques a la música en plan profesional, o para pasar el rato como hago yo, depende de tantas cosas como depende la vida.
 

No suelo practicar cosas complicadas. Como mucho alguna melodía acompañada de arpegios y alguna pieza para principiantes. Me relaja tocar la guitarra. Un buen acorde con una guitarra bien afinada suena a gloria. Hay amigos que me comentan lo contrario, que les excita, que les altera y pone nerviosos “hacer música”, pero a mí me pasa lo contrario. De todos los estilos, me quedo con el pop. En la tuna algunos me llaman Pacopop. Sin embargo, me asombran los acordes y cadencias del jazz, de la bossa y sobre todo del flamenco. Chapurreo algo de flamenco, pero para tocarlo bien hay que tener un nivel, y sobre todo un ángel (o duende si eres gitano), que yo no tengo. Y yo soy muy respetuoso con eso.



 
 
Cuando me fui a Cádiz a estudiar me enamoré de una guitarra (también de una chica, pero esa es otra historia). Estaba en el escaparate de una tienda de música que hacía esquina, en una de las callejuelas en la que se bifurca la calle Ancha, al final. Eléctrica pero con pinta de acústica. Color madera blanca. Con dos agujeros en f como los violines. Era una copia más o menos asequible de la que tenía John Lennon al final de los Beatles, aunque para mi economía era carísima.


Dejé de comer algún día de la semana, normalmente los jueves, para ahorrarme ese dinero hasta conseguir lo que me hacía falta. Elegí los jueves porque los fines de semana regresaba a casa y allí tenía comida suficiente para reponerme. Luego acabé comiendo un par de salchichas, porque sino el día se hacía muy largo. Me acuerdo el día que me la compré. Iba en el tren camino a Jerez deseando llegar. No pude esperar a llegar a mi casa y me fui a la casa de mi tía que estaba más cerca de la estación de trenes para probarla a gusto.

 
Mientras, yo seguía en la tuna con la guitarra española del principio, pero estaba ya bastante deteriorada. Muy estropeada de tanto trajín por ahí. Tenía los trastes completamente gastados. Se había despegado varias veces parte de la tapa de abajo y eso le daba un pésimo sonido y una penosa resonancia. Una vez mi primo, que tenía una Alhambra que apenas usaba, me dijo: “Quédatela”. Esa fue mi tercera guitarra.


Entonces la primera, y por seguir con el ritual, se la regalé a algún chaval que estaba empezando. Pero ya no recuerdo a quién. No sé qué habrá sido de ella. Luego mi tiempo se llenó de otras cosas y apenas ensayaba con el grupo de pop, así que vendí la guitarra eléctrica a uno de los integrantes del grupo. El dinero que saqué lo empleé en pagar parte de los viajes que hacía a Madrid para ver a la que entonces era mi novia y ahora mi mujer.

 
Me quedé solo con la Alhambra en esos años, hasta el día que decidimos mi novia y yo que nos íbamos a casar. Entonces me regaló una Yamaha acústica con posibilidad de enchufarse a un ampli. Es otra guitarra preciosa. Ella sabía que había vendido la otra por subvencionarme algunos viajes a Madrid y poder verla. El regalo me encantó. Es la guitarra que tengo ahora en mi casa, apoyada en el lado derecho de mi mesita de noche. Como el que duerme con un revolver bajo la almohada. No hay que descuidarse.
 

La Alhambra la dejé en la casa donde vive mi suegra. La iba a dar por ahí, pero como ella tiene principio de Síndrome de Diógenes, me dijo que ya se la quedaba, que la arreglaría, a pesar de lo vieja que está (la guitarra, se entiende –bueno, mi suegra también-). En ocasiones, cuando paso por allí y me quiero entretener con mis hijos, tocamos un rato. A pesar de que ha sido una buena guitarra, está muy cascada y me apetecería tener otra española con mejor sonido a la que acudir cuando toco ciertas canciones.

 


 


A veces pienso qué hubiese pasado si a mi padre no se le hubiese ocurrido regalarle una guitarra a mi hermano, que al final acabó siendo mía. Cuántas cosas me habría perdido. O puede que al final, como si el destino estuviese ya escrito, otra persona habría dejado en mis manos una guitarra o cualquier otro instrumento.

 
Yo, por si acaso, a mis hijos los tengo apuntados a clase de violín. No para nada, sino para que al menos tengan cierta noción de lo que es la música, y de lo que eres capaz de sentir con ella. No quiero dejarles sin esa oportunidad. Que ya se dediquen a la música en plan profesional, o para pasar el rato como hago yo, depende de tantas cosas como depende la vida. Eso es, como depende la vida.

 

domingo, 7 de octubre de 2012

SI ME ENTENDIESES


 

Especialmente para tí, porque nunca había entendido esa frase que sigues repitiendo a veces, hasta que un día, volviendo en coche del trabajo hacia nuestra casa -ya por la noche y cansado-, y mientras en una extraña emisora sonaba Piazzolla interpretando un largo tango, lo entendí todo de una sola y amarga vez .
 
 






 
Si tú me entendieses:

si algún hombre, alguna mujer,

en algún sitio,

me entendiese.

Si comprendiese que al final, y siempre,

se nace y se muere solo.

 

Si entendieses

que esta

es

la

única

verdad

de la vida.

 

Si lo entendieses.

 

viernes, 28 de septiembre de 2012

EL ORIGEN DEL MUNDO



Es cierto que hay un principio

final de muchas historias.


 


Físicos cuánticos,


Investigadores,


Catedráticos,


Pensadores,


Astrónomos,


Eruditos,


Técnicos,


Genios,


Teóricos,


Doctores,


Filósofos,


Nihilistas,


Teólogos,


Soñadores,


Matemáticos,


Intelectuales…







Y un pintor del XIX


que dio su mejor versión,


más sencilla y más certera.

miércoles, 12 de septiembre de 2012

MI BOTA IZQUIERDA


La vuelta de vacaciones me ha pillado algo despistado y como hace tiempo que no publico nada, he decidido desempolvar un cuento que escribí hará unos tres años. Con el calor que ha hecho, es curioso leer algo que me ocurrió aquella nevada famosa en Madrid, en la que la mayor parte de la Comunidad quedó colapsada.

Aquí podéis comprobar de primera mano cuán patoso puedo llegar a ser sin apenas proponermelo. Algo que con el tiempo en vez de mejorar, empeora sustancialmente. Aquí os lo dejo. Es algo largo, pero dado que últimamente escasean mis entradas, me permito el lujo de daros un atracón:



 

 
Mi nombre es Paco, trabajo en la construcción y odio ponerme enfermo los fines de semana. Detesto sentirme con una ligera pesadez el viernes por la mañana, como si amaneciese con una campana extractora de humos en la cabeza, y notar que, conforme avanza el día, dicha sensación se va agravando, hasta acabar por la noche metido en la cama con el peor de los resfriados. Luego el sábado se convierte en una suerte de tortura continuada, que da paso a un domingo en el que se empiezan a aliviar los síntomas a última hora de la tarde, y concluye el lunes por la mañana sintiéndome completamente repuesto. Bueno, lo de repuesto es un decir, porque, aunque es verdad que pasas esos días tumbado en la cama, no es menos cierto que esa horizontalidad no provoca descanso, muy al contrario, te deja el cuerpo magullado, siendo un suplicio levantarse a trabajar como si tal cosa a principio de semana. Es como si me robasen parte de mi descanso.
 
No es la primera vez que me pasa. Desde luego mi empresa debe estar contenta con estas certeras “bajas” que me ocurren no sé muy bien por qué. Sospecho que en algún momento que no consigo precisar (quizá en algún inofensivo curso, en uno de esos aparentemente inocuos correos del departamento de informática, o incluso en la ya tan lejana y bienaventurada entrevista de trabajo), me hipnotizaron, a mí y a mi subconsciente, y nos prohibieron coger una baja por enfermedad los días entre semana.
 
En estos momentos estoy en una de esas dichosas bajas dominicales y, para aplacar levemente mi malestar, me dispongo a escribir lo que me ocurrió hace unos días en mi trabajo…
 
Resulta que el pasado Miércoles tuvimos una importante descarga de materiales en la obra donde estoy trabajando. Solo un par de días antes había caído una de las nevadas más copiosas y densas de los últimos lustros en la capital. Yo estaba bastante nervioso ya que lo que no era nieve era fango. Como remate, la noche anterior las temperaturas fueron bastante bajas, con lo que el día de la descarga todo el solar de entrada a la obra era una pista de hielo, y además llovía. En estos prometedores casos tomo el atajo mental de pensar que hay mucha gente peor que yo (en no me importa qué lugar, pero peor) y, en cualquier caso, no hay nada que una buena ducha caliente al final del día no solucione. Es curioso, pero en estas circunstancias límite, cuando en la obra hace un frío mortal, lo único que me impulsa a olvidarme de mis terminaciones sensitivas es esa apacible ducha caliente. Además, no sé por qué motivo científico, el frío me impide pensar con claridad y me entra una especie de risa floja... Yo achaco estos síntomas a que soy del Sur y no estoy acostumbrado a temperaturas extremas por debajo de los 10º (por encima, échale casi lo que quieras). Y lo peor, como ya dije, es que por algún solape exótico de mi mente, en vez de temblar, como el resto de los mortales, me entra la risa tonta.
 
Para colmo, como los bultos de la descarga había que meterlos a través de un agujero practicado al garaje, donde la grúa de obra no alcanza a llevarlos, contratamos a una grúa móvil para bajar el material. Aprovechando el día en el que iba a estar la grúa, hicimos coincidir para esa jornada la llegada de la herramienta de montaje de dichos bultos, de los andamios, de los tirak, de un cambio de contenedor -ya que también íbamos a aprovechar para sacar embalajes de los sótanos, y el contenedor estaba a medio llenar-, de los montadores autónomos, de los de plantilla, de los que ya estaban allí, y por supuesto, de la grúa y el trailer de marras. En un instante parecía aquello el camarote de los hermanos Marx.
 
Centrándonos en la descarga, y vista la capa de hielo y/o fango que atestaba la entrada y sus aledaños, decidimos colocar al trailer recién pasada la puerta, y con un toro mecánico, llevar los materiales hasta el pozo de ataque (el pozo de ataque es el agujero por el que íbamos a meter el material a los garajes), donde se había posicionado la grúa, con su buena tracción a las seis ruedas, para descenderlos. Al principio el toro recorría el espacio entre el trailer y la grúa apenas sin problemas, pero conforme el día avanzaba aumentado su temperatura, y el toro recorría una y otra vez ese itinerario, se iba formando una especie de arena movediza en el trayecto de uno a otro, que alcanzaba su máximo exponente en el lugar donde el toro dejaba la mercancía y la grúa la recogía. Pasado un tiempo tuvimos que consolidar esa zona de intercambio pantanosa con unas pisas de andamios que se encontraban en la inmediaciones. De esta forma los bultos descansarían sobre algo más estable. Estas operaciones se llevaban a cabo bajo una cortina de lluvia incesante que añadía aun más lodo al lugar. El primer problema llegó cuando colocamos uno de los palets que pesaba nada menos que 1.300 kg, sobre las pisas de los andamios. Casi lo perdemos de vista, fagocitado por el barro. No se lo que pasó, pero por un momento creí que íbamos a descender hasta el núcleo de la tierra, a esa bolita de hierro y níquel que se encuentra en el centro de nuestro planeta. Esto nos obligó a reforzar aun más las pisas con un par de palets sueltos, por lo menos para que nos dejase espacio para meter las eslingas por debajo.
 
En esas manipulaciones nos encontrábamos, cuando apareció el del cambio del contenedor (en el mejor sitio, pero en el peor momento), y ya que los montadores estaban ocupados en realizar las labores anteriormente descritas, no quise interrumpirles y me encargué personalmente de comunicarle donde estaba el contenedor a retirar y donde había de depositar el otro. Fui sorteando posibles peligros congelados hasta que, en un descuido en el que indicaba al conductor más o menos la posición donde dejar el contenedor vacío, pisé una placa de hielo que, tal y como dije antes, con el avanzar del día se había ido derritiendo. El hecho es que el hielo se agrietó y acabé con las botas metidas en agua hasta las rodillas, que como mucho, y según las leyes de la física, se hallaba a 0ºC. Os juro que no sé como, la risa tonta se me cortó de inmediato, y también os juro que en un primer momento no sentí nada en mis pies, aunque, eso si, notaba como una larga y afilada aguja helada se me iba clavando lentamente entre el cerebelo y el bulbo raquídeo, mientras maldecía todas las veces que quise conocer la nieve antes de cumplir los 16, en tercero de Bachillerato, que fue cuando, en una excursión con el colegio, me llevaron a Granada y la vi por vez primera.
 
No se cuanto tiempo estuve en esa tesitura, porque creo que entré en un bucle espacio-tiempo anocoaxial promovido por un brusco descenso de la temperatura de mis neuronas. Lo que si recuerdo es que cuando volví en mi el tipo del contenedor me miraba con una cara entre prudente e impaciente, y yo solo acerté a decirle algo así como “Déjalo donde te salga de los cojones…” y me fui al coche a ver que podía hacer. Cualquiera que me conozca sabe lo poco dado que soy a decir exabruptos, lo que pasa es que después de lo ocurrido, yo ya no era yo. Se comprende que el excesivo frío debió trastocar algo más allá de lo que es mi personalidad. Así que sin importarme demasiado lo que acababa de ocurrir, decidí pasar del coche, ignorando lo sucedido, y recrearme en plantar cara a lo que se atreviese a venirme por delante, como si fuese protagonista de Al Filo de lo Imposible, como si fuese Lawrence de Arabia, o ya puestos y mejor enfocado, el mismísimo Dr. Zhivago, por eso de los paseos que este hombre se daba por la gélida Rusia.
 
Terminamos la descarga y finalmente teníamos que dejar los palets y las pisas es su sitio. Estaban tan profundos, que la única manera de rescatarlos fue sacándolos con la grúa. Naturalmente el lugar quedó convertido en una replica del famoso Triángulo de las Bermudas y, como aún me sentía fuera de mí, pletórico, me dispuse a despedir al tipo de la grúa con la satisfacción del trabajo bien hecho. Mientras arrancaba el vehículo, yo iba caminando por el lodo al más puro estilo John Wayne en la película "Río Grande". La grúa enfilaba la puerta de salida y yo la acompañaba mientras agitaba mi mano en señal de despedida, sin percatarme de que estaba a punto de meterme en todo el baricentro del citado triángulo. Y así fue como noté que mi bota izquierda era succionada insólitamente, como haciendo el vacío, hasta que fue arrancada de mi pié. Quise recuperarla con la punta de mis dedos, pero fue inútil. Al contrario, veía como mi bota se hundía, se hundía, se hundía, y se hundía hasta Dios sabe que estrato terráqueo. El dichoso Triángulo de las Bermudas atraía a mi bota izquierda hasta el fondo de su misterio. De pronto volví otra vez a ser yo, a recuperar mi personalidad normal y formal, y sentí una vergüenza enorme al creer que alguien podía estar observándome en estos momentos. Una disimulada mirada confirmó que nadie estaba atento a mi situación, lo cual me hizo pensar que, en el caso de haber tenido peor suerte y haber caído con los dos pies, el fango ya me llegaría por la cintura. Parecería  Johnny Weissmuller en una de sus típicas escenas hundiéndose en la ciénaga, aunque esta vez sin una Chita que avisase a un elefante salvador.
 
Al principio intenté disimular la falta de calzado, pero caí en la cuenta de que, con el barro que se arremolinaba a mis pies, era imposible saber si debajo había o no bota alguna, con lo que caminé hasta el coche sin problema, aunque encubriendo con la más elevada de las dignidades la cojera de mí pié desnudo. Lo que ocurrió después forma parte de mi patrimonio íntimo y vital, por lo que obviaré entrar en detalles de cómo llegué hasta mi domicilio. De cómo apareció el rellano de mi puerta lleno de barro. De cómo pasé a través del pasillo hasta el baño de mi casa. Puede que exista una segunda parte de este texto, o puede que lo deje escrito y que póstumamente sea vendido por algún heredero sin escrúpulos, tal como ocurrió hace ya algún tiempo con el fallecido autor de “Lolita” y algunos de sus escritos no publicados. Aunque lo verdaderamente importante es que mi bota izquierda quedó sedimentada bajo capas y capas de cieno. Había definitivamente desaparecido, y creo que no la recuperaré jamás.
 
Por otra parte, y sobre este incidente, reflexiono pensando que no se sabe que acontecerá en el porvenir de la historia, pero es posible que algún año, siglos y siglos después de este episodio, a algún arqueólogo le de por investigar la superficie del edificio ahora en construcción, en un futuro en ruinas, y halle entre sus tesoros mi bota izquierda, bien conservada y casi petrificada, en barro de calidad. No estoy diciendo ningún disparate. Sin ir más lejos, una de las joyas del Museo Arqueológico de Jerez (desgraciadamente cerrado ahora) es un casco griego que se conservó en el limo de la ladera de mi añorado río Guadalete. Lo que menos gente sabe es que este distinguido casco estuvo unos años antes de ser expuesto al público en la ventana de una de las casas cercanas al río. Y no se empleaba precisamente para proteger cabezas, sino que girándolo 180º de su posición correcta, había cambiado este oficio por el de tiesto macetero, criando en su seno claveles o alguna que otra planta local. Alguien lo desenterraría y no halló mejor utilidad que rellenarlo de tierra y sembrarlo con semillas. En Jerez somos así de imaginativos: Nos dan un casco del siglo VII antes de Cristo, y buscamos la funcionalidad del elemento aplicado a nuestros días.
 
Lo que no sé es como llegó a salir del anonimato. Ni quién descubriría que aquel receptáculo era algo más que un simple florero, y lo rescató llevándolo a los expertos adecuados. Pero la vida es así, un día estas de maceta y recibiendo abono (o sea, echándote mierda por encima), y otro eres el protagonista de todo un Museo Arqueológico. Aunque lo usual es que sea al contrario, que pases de la adulación y las lisonjas al ostracismo más severo. Qué le vamos a hacer.
 
De todas formas, la aventura de este casco griego siempre me ha cautivado. Más de una vez me he sorprendido mirándolo absorto, imaginando quienes debieron de portarlo, cómo llegó hasta allí, quién debió perderlo y de qué manera; si fue en una contienda o por un despiste que quedó olvidado para que futuras generaciones lo encontrasen… Quizá esconda una historia de coraje y fuera arrojado al suelo con ira, o quizá, y según las últimas hipótesis, estuviera relacionado con una actividad ritual relacionada con el agua fluvial. Me parece una intriga sobre la que se puede fantasear y suponer enormemente. Por eso yo ahora, mientras me sueno la nariz con un pañuelo –algo me decía que después de esto iba a acabar metido en cama-, y escribo estas líneas, no dejo de soñar con que, un siglo de estos, mi bota izquierda presida la sala principal del mejor de los museos de Madrid.
 
 
 
 
 

miércoles, 8 de agosto de 2012

MADRID


Esta noche he sentido el mar.



Me desvelé con el pitido agudo del teléfono móvil anunciando baja batería y entreabriendo los ojos, mientras intentaba adivinar la hora que podría ser, me extrañó el leve murmullo que llegaba hasta mis oídos.



Parecía como si el susurro de una respiración suave y lenta entrase por la ventana abierta de par en par, a la vez que una serena brisa me acariciaba los pies trayendo olor a arena mojada y salitre.



A estas alturas del verano, con el calor que hace incluso de madrugada, cualquier soplo lozano es un alivio, así que me relajé con aquella sensación.



Me quedé inmóvil.



Paralizado.



Por unos segundos contuve el aliento para aclarar que era aquello que llegaba hasta mis sentidos. Comprobé como un tenue rugido de olas al romper y una apacible caricia de aire fresco, me confirmaban que la orilla estaba al otro lado de la ventana.



No me atreví a asomarme.



Continué escuchando la mar sin apenas abrir los ojos y cautelosamente alargué la mano hasta el suelo para comprobar que, como había supuesto, encontrase el piso mojado. La marea había subido hasta inundar mi casa y parece que empezaba a empapar las sábanas, las cortinas y los muebles de la habitación.



La posibilidad de que la pleamar llegase hasta la ventana de mi casa en esta ciudad me aturdía. Imaginaba las bocas de metro rezumando agua desde los túneles como un manantial. Los viajeros más madrugadores intentando acceder y deteniéndose en los primeros escalones con los zapatos y pantalones calados, sin saber que hacer. Los barrios más bajos sumergidos, las plazas anegadas. Algunos de los animales más pequeños, desprevenidos, flotando ahogados sobre la corriente.



Me sosegué.



El mínimo resplandor que asomaba por la ventana avisaba que ya estaba amaneciendo. Me giré lentamente en la cama mientras bostezaba y encajaba otra postura más cómoda.



No sabría decir con seguridad cuanto tiempo me quedé disfrutando de la maravilla que estaba ocurriendo, ni cuando me volví a quedar dormido, pero a la mañana siguiente, sin restos de humedad por ninguna parte y con el Sol avanzando en el horizonte, al despertar pensé en la madrugada en que la mar vino a visitarme.



Gracias, ya te echaba de menos.






sábado, 28 de julio de 2012

FOTOS II

Luces de Bohemia


Inercia


Ilusiones


Destino



Se acabó.

Por cierto, ese que cruza una de las tres puertas, soy yo.


FOTOS I

Os dejo una selección de algunas fotos que mi hijo ha hecho (lo dije en un comentario de la entrada anterior).

No son malas, pero tampoco es tan difícil. Coge una cámara y empieza a disparar sin parar. Algunas, a mi entender, dan en el clavo.

Les he puesto título.


Marcas





Claustro


Solsticio de Verano

Códices


sábado, 7 de julio de 2012

LA PRINCESA Y EL MENDIGO


Hoy he visitado un centro comercial del centro de la ciudad.

Tiene a la entrada unos maceteros grandes y esbeltos, con unas palmeras que le dan una apariencia de oasis. Hacía calor. Me acercaba a la entrada con mi hija de cuatro años recién cumplidos de la mano. En uno de estos maceteros, a la sombra, se recostaba un mendigo famélico. Le faltaba parte de la dentadura. El pelo escaso y sucio era castaño claro. Tenía las manos manchadas y las uñas deterioradas. Una piel cetrina sudorosa.

Justo cuando pasábamos por su lado, el hombre exhaló una especie de suspiro. Mi hija se detuvo frente a él, se le quedó mirando y le dijo:

-¿Qué le pasa, señor?

Él levanto las cejas, sonrió, y le devolvió una mirada de satisfacción.



Estuve a punto de pegar un tirón de ella, pero me contuve. Me dio pena que se sintiese humillado. Supuse que estaría harto de recibir ese tipo de desprecios, así que sin bajar la guardia y algo incómodo, me contuve.



Posiblemente adivinó mi recelo. Sin mediar palabra, se inclinó para saludar a mi hija, y agitó levemente la mano. No hizo ni el amago de tocarla. Continuamos con nuestro camino.



-Adiós, princesa –dijo finalmente mientras nos íbamos.



Noté como seguía a mi hija con unos ojos de agradecimiento infinitos. Ella también le sonreía. Quizá él ya no recordase la vez que le habían tratado con una dignidad y un cariño como el de ahora. Quizá desde aquella vez en la que también fue niño.



Desde luego que hacía falta mucha imaginación y bondad para llamar “señor” a aquel indigente hediondo, o estar tan vacío de prejuicios como una niña de cuatro años.



Cuando salimos ya no estaba.


Mi hija y yo. Semana Santa de hace dos años.
Chipiona.

viernes, 29 de junio de 2012

ESTAFETA PARA ARRIBA



Hoy he estado en Pamplona por temas de trabajo. Ya había estado otra vez, pero iba muy justo. Así que como me ha sobrado algo de tiempo hasta la salida del tren, no he podido resistirme a pasear por su calle más conocida.

Le he pedido al compañero que se conoce bien aquello que me hiciese de guía y se ha ofrecido muy amablemente. Hemos andado el tramo de la plaza del Ayuntamiento hasta la plaza de toros. No lo había recorrido nunca. A mitad del camino ya no aguantábamos más y hemos tenido que hacer un descansito en un bar. Es lo que tiene estar en forma. Y eso que no teníamos ningún morlaco pisándonos los talones. Pero hacía mucho calor (alego en mi defensa).

Me he hecho una foto detrás del vallado al final de la calle, porque aun sin toros, no tengo el valor de ponerme al otro lado. Espero que alguna vez pueda ir en San Fermín y verlo todo allí mismo. Pero detrás del vallado, por supuesto.
 
 

viernes, 1 de junio de 2012

TÚ Y YO





Desde que inauguré este cuaderno voy anotando aniversarios. Es una forma de rendir tributo a aquellos acontecimientos que han marcado mi vida (aunque alguno aun falte). Supongo que ocurrirá sobre todo en el primer año de este blog incipiente, principiante.

Hoy hace 10 años que me casé. En una Iglesia junto al Mar, a pesar de que ni ella ni yo seamos de un pueblo de costa, pero es que hemos estado tanto tiempo al borde de la orilla.

Era una tarde de principios de Junio, con el Sol ya de recogida. No hacía mucha temperatura, aunque yo estaba acalorado aguardando al pie del altar: y tú que no aparecías.

Tu madre, también algo incomoda, me aseguraba que no podías tardar tanto. Pero tu llegada se alargaba eternamente.

-Hemos salido casi a la vez –se justificaba ella- y lo único que tiene que hacer es desviarse por el paseo marítimo para recoger a los pequeños que van a acompañarla, pero es imposible que tarde tanto.

Y a mí que me subían los colores y las calores. ¿Y si se ha arrepentido en el último instante? Los invitados parecían no saber que ocurría, aunque alguno ya me interrogaba con la mirada. Tu madre seguía perjurándome que cuando ella salió de la casa, tú le seguías. Y eso, en vez de tranquilizarme, me alteraba el pulso. ¿Y si se lo ha pensado mejor y huye despavorida con traje de novia y ramo, dejando a los invitados, al sacerdote y ¡al novio! plantado en el altar? ¿Por qué lugar andarías ya? Hasta ayer todo iba bien. O por lo menos eso me lo parecía a mí. Pero el amor es de esas preguntas que no hallan respuesta.

Cientos de veces nos hemos preguntado ¿Por qué me quieres? Y en realidad todas las razones no son más que excusas del después. Argumentos que podrían encajar también en otras personas, y sin embargo hemos sido nosotros, tú y yo. No encontramos ninguna que nos de la clave, salvo la de “porque sí”. Es cierto, como dice nuestro amigo Luis, que a veces hay que “querer querese” ya que si no lo cuidas, el amor palidece y se extingue. Pero aun así, no hay respuesta. Y eso me asusta, pero también me apasiona.

Me apasiona porque todas las preguntas importantes en la vida ya sé que no tienen respuesta. Porque ya sé que hay un espacio, el más interesante, en el que esas preguntas son lo fundamental, y no lo que contestemos. Que lo imprescindible es planteárselo, subir a lo más alto y una vez allí, “tirar la escalera”. Que en el mundo, y en esta vida, lo indispensable, lo esencial, es lo que todavía no se ha dicho ni escrito.

Por eso saboreo la filosofía en mis ratos libres, como una afición necesaria para mí. Por eso mantengo ese idilio y litigio con la fe, como dos amantes que ni contigo, ni sin ti. Y por eso también me enamoré de ti. Y por eso te quiero: porque sí.

Y me asusta porque lo mismo que un día es “porque sí”, otro, sin esperarlo, puede ser “porque no”. En una décima de segundo. Pero ya es mala suerte que eso te pase el mismo día y a la misma hora de tu boda, con tu novio angustiado esperando en el altar. Con los ocupantes de los primeros bancos sonriéndome, disimulando que ellos también han pensado que la novia tarda demasiado, y devolviéndoles de mi parte otra vez la más fingida de las sonrisas.

Y yo en semejante situación, con los sudores arrojándose por mi frente, que me daba por pensar en estos vericuetos; en tu fuga; en la cara que pondrían los invitados cuando en el púlpito les tuviese que decir que te has sentido indispuesta (indispuesta para casarte conmigo), y que se suspendía la boda; en el lugar al que tendría que ir a buscarte y en lo que me dirías después; puede que sencillamente esta vez me respondieras “porque no”, y como final de un libro, mirando hacia el suelo, musitases que no, que de lo que no se puede hablar, lo mejor es callarse, no había más que decir; en Wittgenstein (el primero, y el segundo también: ¡Dios, nunca lo entendí tan bien como en esta acongojada ocasión!); en lo imbatible de tu razonamiento; y claro, en el significado que podía darle a la palabra “AMOR”. Y tú sin llegar.





Epílogo:

Cuando te vi aparecer por la puerta de la Iglesia alisando algunas arrugas del traje, supe que el resto de la ceremonia y la celebración,  ocurriese lo que ocurriese, nos iba a parecer perfecto.

Me relajé para lo que quedaba de tarde, aunque desde lejos, con el gesto, te pregunté sobre el retraso y al llegar me dijiste “Luego te cuento…”.

La de veces que ya había escuchado esa frase, y la de veces que luego he tenido que escucharla. Como si no conociese que lo que no te pasa a ti, no le pasa a nadie. Como si no supiésemos que justo el primero de Junio se abre la temporada de verano y no dejan pasar por la calle del paseo marítimo, a no ser que sea andando. Como si no intuyese que hubo que acudir a esos vecinos amigos y pedirle la llave que abre la cadena que prohíbe la entrada por el paseo, cerrado desde el uno de Junio hasta el treinta de Septiembre. Como si los vecinos, con los nervios, que no encontraban la llave mientras el tiempo transcurría para mi desesperación, hasta que debajo del cajón apareció ¡claro, después de casi un año! respondieron tragando saliva. Como si no…



viernes, 11 de mayo de 2012

DUDA


Dime, como si fueras
reciente agua de manantial,
si un río tiene dos orillas
¿cuántas orillas el mar?


lunes, 30 de abril de 2012

VERSIONES

de versos



I.

Verso solitario y despoblado,
perdido de algún poema.

Verso vagabundo, atormentado,
buscando triste al poeta.

Verso de la rima y la medida abandonado,
no hay nadie ya quien te quiera.

Verso errante, verso aislado,
no hay nadie ya quien te lea.



II.

Verso solitario y despoblado,
verso vagabundo, atormentado,
verso de la rima y la medida abandonado,
verso errante, verso aislado,

perdido de algún poema,
buscando triste al poeta,
no hay nadie ya quien te quiera,
no hay nadie ya quien te lea.

lunes, 16 de abril de 2012

POR EL AMOR DE DIOS



Cuando Hamlet recita con una calavera en la mano todas sus angustias y pesares, lo está haciendo con un objeto cargado de simbolismo.
Cuando George Peppard entrega un anillo de diamantes a Aundrey Hepburn en un taxi, bajo una lluvia insistente en la película Desayuno con Diamantes, le está declarando un sentimiento con otro objeto cargado de simbolismo.
Cuando Hirst recubre de diamantes una calavera real del siglo XVIII, esta uniendo ambos significados, con un resultado imprevisible.
No se trata más que de diferentes maneras de combinar el carbono. Por una parte formando cristales y, por otra, con milenios de evolución. Sin embargo, la interpretación que el observador le da es individual y única. Cada uno tenemos una manera privada y personal de entender la muerte, la vida, la pasión, la riqueza, el amor… Por ello, cuando observamos la obra -esa mezcla-, una infinidad de sensaciones nos invaden y, como Hirts ya está acostumbrado a hacer, nos deja al menos un estado de intranquilidad que nos invita a seguir investigando y explorando en ese sentimiento.